El recuerdo de los pubs de Torrelavega, mantiene una evolución histórica como la de los sistemas operativos y los de telefonía. Es decir, evolucionan generacionalmente.En una primera generación 1.1, y como por generación espontánea, el «Pub a Gogó» con nuestro amigo Paco eternamente al frente, siempre presidiendo la idea. Estoy seguro que a efectos estadísticos y de rigor histórico, el…
Torrelavega en la nostalgia
Todos los que con mucho orgullo calzamos una edad entre los 52 y los 65 años sabemos que el Soraya, tenía una bola como la de la fotografía.
El Soraya fue hasta el verano del año 1.978 lo que entonces se llamaba «un club de parejas», cuando aún un club era un club; sin apellidos. Pero su dueño, Vicente, decidió aquel verano darle otra vida y convertirlo en otra cosa; sin saber muy bien cual era esa cosa. Fue pionero de aquella aventura mi hermano, y con él otros protagonistas en los siguientes veranos. Me encantaría poner nombre a todos los personajes de esta historia pero la privacidad ha cambiado mucho desde entonces ahora. Me da igual. Los que vivimos «aquellos maravillosos años» sabemos quienes fueron.
El Soraya marcó un hito en los veranos de Suances. Esos miércoles suancinos que la juventud ha celebrado y en torno a los cuales se han reunido varias generaciones, se inventaron en los veranos del 78 y 79. Entonces, mi hermano Iñaki y Quique, organizaron los «Jueves del Soraya». El más potente era el de disfraces, donde las familias enteras se agolpaban en las aceras de lo que hoy es el paseo (entonces Los Pinares), para ver pasar a los disfrazados. Era un acontecimiento y tenía unos premios en metálico que hoy serían impensables. También estaba la fiesta de blanco, emulando aquellas noches que habían nacido en Ibiza a la sombra del «jiperío».
En la anterior entrega, recorrimos los recuerdos más próximos al cruce de «Cuatro Caminos»; hoy vamos a revivir sus alrededores, lo que actualmente se ha dado en llamar Barrio de Quebrantada.
Sin embargo, nuestro relato de hoy parte recordando el punto absolutamente central del Barrio de Cuatro Caminos, que no es otro sino el «semaforillo» que colgaba en el centro del cruce sustentado por cuatro cables, que en diagonal, señalaban irremisiblemente la posición del «Guardia de Cuatro Caminos». Horas de Ángel Quintanilla, bailando el tráfico de la ciudad… Era un semáforo tan humilde que solo tenía un color y tan humano, que su único aviso era un parpadeo. Alguien me cuenta que, siendo Acalde Javier Marcano, decidió eliminar ese semáforo como prueba irrefutable del salto de ese cruce a su nueva vida. Con la entrada en funcionamiento de la circunvalación de Torrelavega y la del Boulevard Ronda, Cuatro Caminos dejó de ser irremediable, para pasar a ser una zona de tránsito tan vulgar como razonable y moderna. Casi del siglo XXI…
Desde que mi amigo Guillermo me propuso depositar su confianza en mí para acompañarle en la aventura del portal «hoytorrelavega», estuve pensando cual sería la primera fotografía que iba a acompañar nuestro debut.
Para ello, pensamos detenidamente qué era lo que nos proponíamos con esta sección. Solamente sabiendo dónde quiere uno llegar, podemos determinar de dónde debemos salir. Lo teníamos claro. Queremos una sección nostálgica, que no histórica. No vamos a pretender aportar datos y más datos históricos que están en los libros a disposición de interesados y eruditos. Colocaremos una fotografía en el monitor de nuestros seguidores, e intentaremos, con unas líneas, estimular sus recuerdos. Sonidos, olores, personas, anécdotas… años de juventud, de bailes, de bromas, de tardes de fútbol, de bolera, de colegio…
Y se iba. Cuando éramos niños, la leche no venía en brick, ni en botella, sino que llegaba a casa a granel y la traía el lechero. Luego había que hervirla, y siempre «se iba». La bronca era irremediable por dejar que la leche «se fuera».
Cuando éramos niños, había algunos personajes que eran… «como de la familia». Exactamente así. Y uno de ellos era el lechero. Llegaba todos los días a la misma hora, eso sí: excepto los domingos. Y sin quererlo se convertía en el despertador de la familia porque había que abrirle la puerta, y acercarle el cacharro para que nos dejara la medida estándar de nuestro consumo diario.
Resultado de comprar la leche al señor lechero, además de su calidad, era el disponer siempre en la nevera de una tacita con «las natas». Aquellas natas daban mucho juego; desde los bizcochos que hacían nuestras madres o los bocadillos donde las arreglábamos con azúcar, hasta vestir de auténtico lujo a las fresas (a aquellas fresas de entonces irrepetibles ahora), y sobre todo los ataques furtivos de nuestro dedo índice a escondidas y en voz baja…
Si la leche en su momento de ponerla a hervir se agarraba, el gusto a quemado se repartía de forma discrepante entre los miembros de la familia: para algunos se convertía en imposible de ser ingerida y para otros ese gusto resquemado mejoraba de largo el grato, cálido y agradable sabor del arroz con leche.
Para ser conductor de primera…
No todo iba a ser sufrir en el colegio. Algunas veces, hasta nos llevaban de excursión. Y la víspera no dormíamos. Aquello era de las mejores cosas que nos podían suceder, aunque nos llevaran a Villacarriedo. Pero aquello era un compendio de actividades extraordinarias, que sucedían muy pocas veces, y que alrededor de la excursión pasaban todas en el mismo día. Montar en autobús, preparar la comida y la mochila, comer fuera de casa (aunque ese «fuera» solamente guarde correspondencia con el mero espacio físico a la intemperie), ocupar el día entero, conocer sitios nuevos… Aunque ir de excursión no siempre significaba ir lejos, ni en autobús, porque en aquellos años, íbamos de excursión al malecón; si, si… ¡donde el campo de fútbol! Y para eso, preparábamos merienda (bueno, merienda… pan con chocolate).
Haré un esfuerzo.
Si te preguntaran cuál es la diferencia de tu época de estudiante, con tu madurez de 50 años cuando estás delante de un papel, la respuesta sería sin duda que «entonces» te faltaban contenidos para cumplir con la extensión que tu profesor esperaba, y ahora te sobran contenidos para cumplir con la limitación de papel que te impone quien te invita a colaborar…
Esa es la diferencia. Cuando llegas a los cincuenta años, te das cuenta de que has llenado la mochila de vivencias, de experiencias, de conocimiento, de errores, de éxitos, de fracasos, de vitaminas del día a día.
De eso voy a escribir; de cómo llené mi mochila, y de qué cosas me dio en Instituto Besaya entre el año 1976 y 1980. Agradezco a Fernando Palacio la posibilidad de colaborar en la revista del centro con esta humilde aportación, y agradezco que haya depositado su confianza en mí para intentar plasmar en un papel, cómo considero yo que el Instituto Besaya influyó en mi vida profesional, y por supuesto en mi vida privada.
Podría llenar esta entrega de tópicos. El sabor del primer beso, las hormigas en el estómago, escondiéndonos en un portal… pero como el lector puede observar, parece que tan solo buscamos el título de una película de Summers, de un…
En nuestra evoluión de chavales, vimos cómo diversos intereses se nos iban aparejando para hacernos sentir cada vez más mayores. Se ponían a nuestro lado, caminaban a nuestro mismo paso, y se incorporaban a nuestro mundo con la misma fuerza que nuestra barba.
Estos intereses compartían muchas circunstancias. Nunca nos importaron; aparecieron de pronto y nos sorprendieron; aunque nos resistimos a ellos, al final triunfaban, y se convertían en lo más importante de nuestras vidas. En realidad no era así. Simplemente se convertían en lo más importante de aquel momento. Nuestras vidas eran otra cosa.