«Maestro, lo de la humo blanco me parece como muy primitivo», me dice Agador mientras vemos en la CNN las imágenes que muestran la fumata blanca ascendiendo al cielo romano.

«Agador, se trata de una tradición como tantas otras, lo importante es la señal; el nuevo representante de Dios en la tierra ha sido elegido».

«¿Pero qué fuman para que salga humo blanco? He fumado de todo y no recuerdo nada que eche humo blanco».
Aquí está de nuevo, mi animalito preferido; unos ojos puros e inocentes rodeados de una inmensidad perfecta. La piel tersa joven y el vello rubio poco poblado. Es tan poco consciente de su belleza y su potencial, como fresco y espontáneo en sus respuestas.

Son las tres de la tarde (pi em) en la gran manzana. Hace un día gris y desapacible y Agador y yo nos encontramos imbuidos en la inutilidad de una tarde de domingo como otra cualquiera. Estamos viendo la gala de los premios Goya vía satélite sorprendidos un poco de que todos los galardones se los den a una película muda. Hasta a mi fiel y turgente secretario le chirría un poco que la triunfadora de la noche (tarde para nosotros), sea una película «original(?)», muda, en blanco y negro, y curiosamente como «The Artist», triunfadora el año pasado en los «Oscar».

«¿Qué les pasa a los españoles, maestro. Se han quedado sin ideas?».

Le miro complaciente; a veces su cabeza hueca tiene ecos de súbita inteligencia.

Pues aquí estamos los dos, sentados en la sala de la televisión viendo «La Voz» vía satélite. Son las cinco y pico pi em, como dirían aquí. Una tarde de diciembre aquí en Manhattan que transcurre mientras gruesos copos de nieve impiden ver el Empire State a través del ventanal; yo sorbiendo a traguitos un té negro y Ágador tocándose la ceja, como cuando suele hacer en los escasos momentos en los que algo le ensimisma, si eso es posible.

Me comenta que le gusta Bisbal. Dice de él que es «muy profesional, que se le ve que ama la música porque hace gestos con los labios y con las manos cuando la actuación le gusta, y que, además, cuando tiene que dilucidar (esa palabra no la emplea, pero es la que creo quiere decir aunque no la conoce) entre alguno de los artistas, que siempre suele ser ecuánime (esa tampoco la dice) y escoge al mejor con la mayor de las justicias».

Agador no entiende nada de Internet. Jamás ha tenido una cuenta de correo y dudo mucho que sepa para qué y cómo funciona. Es por ese motivo que no me inmuto cuando entra feliz en mi estudio esta tarde agitando un sobre blanco por encima de su brillante cabeza, diciendo que acaba de recibir una carta de su madre.

Le digo que se siente en el butacón de orejas enfrente de la chimenea mientras observo cómo su semblante pasaba de la alegría a la preocupación. Dejo el New York Times sobre la mesita, al lado de mi foto con Sinatra hace 20 años, y cruzo las piernas mientras espero a que me cuente lo que le preocupa.

Agador, mi asistente personal, cuya esbeltez y belleza es inversamente proporcional a su número de neuronas, me dijo el otro día que estaba leyendo «50 sombras de Gray». Me comentó, con su habitual parquedad propia de mentes inferiores, lo «fascinante que era», a lo que añadió que «toda la gente hablaba del libro» porque «estaba de moda».

SEXO y más SEXO. Ahora que tengo toda su atención (es la única manera de recalar la atención de las mentes más débiles hoy en día), quiero contarles lo que a su vez me contó una pareja amiga durante la proyección de «Lo imposible» este último fin de semana. Prestigioso médico él, adorable y abnegada enfermera ella, observaban cómo la rubia protagonista, Naomí Watts (nada mal para quien ha tenido tres hijos, comentaba mi amigo médico), acababa de vomitar «petróleo enredado en un cordel como de algas» (o una porquería similar) que salía por la boquita de piñón de la rubia protagonista, y un italiano recorría las camas del hospital llamando a «Franchesca» desesperadamente. Justo en ese momento comenzó a oírse otros gritos desesperados: «la luuuuz» «la luuuuz», e inmediatamente, «un médicooooo», «un médicooooo».