Uno más

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Siempre pensamos que "ser uno más de la familia" era una frase de las que se llaman "hechas" y que era aplicable a todos aquellos que nos rodeaban en la vida cotidiana de nuestras familias, como una asistenta, el portero de casa, un primo aventajado, o nuestro perro. Pero hace años, había otro ser que aún perteneciendo al género inanimado, formaba parte de nuestra familia. Y ese era nuestro coche.

No me preguntéis por qué era así, y solo pensad en la tristeza que producía cambiar de coche y dejarlo allá donde se pactó su cambio de titularidad, ya fuera un desguace, un concesionario, o la casa de su próximo e indigno nuevo dueño. A sensu contrario, no os perdáis recordar el efecto que producía volver a verlo por la calle después de haber sido sustituido por un "último modelo". Casi, casi, era como el retorno del emigrante que faltó cuarenta y siete años de su pueblo. Curioso. Sin duda.

 

Al principio de los años sesenta, la llegada a casa del primer coche, era como la llegada al trabajo de aquel señor García que ilustraba Mingote (con perdón a quienes ostentan un apellido de tan recio abolengo, y por cierto, sorprendente origen alavés). Y es que el Seiscientos, que era el coche que llegaba, era el señor García de los coches. Pequeño, humilde, calvito, y sobre todo "buen chico". El señor García no daba disgustos y pasaba desapercibido. El Seiscientos, no daba ninguna avería que no pudiera ser reparada con un destornillador y un pedazo de goma, y solo destacaba por su humildad.

Pero claro, al llegar los años setenta, llegaron los "poderosos". El Reanult 8, el Simca 1000, y el Seat 850. Por Europa, cuando Europa no era aquí, otros más sofisticados como el escarabajo, o algún Peugeot. A pesar de que el humilde Seiscientos se dejó crecer otras dos puertas, e incorporó una "E" a modo de apellido después de su nombre, poco a poco se vio desplazado de su sitio privilegiado dentro de la clase media española. La vanidad sin límite de nuestros padres, la presunción engreída de nuestras madres, y lo importante que era "poder pasar de cien" para nosotros, permitieron que los "poderosos" fueran entrando en nuestras familias, y tras de ellos vimos como nuestros seiscientos iba abandonando los hogares, las familias, y las calles. Solamente unos ángeles de las carreteras, los verdaderos amantes de los coches, permitieron que el Seiscientos ocupara un sitio merecido entre los "clásicos", otra raza de automóviles a la que solo acceden los que se lo ganan, por guapos, por poderosos, o por fieles, como lo hizo aquel S-33629 que salió de mi casa casi sin decir adiós, callado pero con su motor en marcha, despacio, pero firme en su fidelidad a la que durante años, fue su familia.

Entonces yo entendí lo que era perder un amigo. Ver lo que es que alguien de tu familia se marcha de casa, y peor aún: se iba a otra familia que no sabíamos cómo lo iba a cuidar (confieso que he dudado entre usar "lo" o "le"). Había que lavarlo todas las semanas, y quizá el nuevo dueño no lo sabía. Había que rellenarle el aceite cada mil kilómetros y aquel desalmado quizá no lo haría. Aquel coche tenía que dormir en garaje, y eso sí... teníamos la certeza de que lo iba a hacer en la calle. Por Dios... ¡qué pena!

Tan intensa como aquella pena, era la presteza con la que cogías el gusto a tu nuevo familiar. Aunque lo miraras con recelo, él, aquel R-8, sabía conquistarte con su mirada luminosa de cuatro ojos. ¡Jopela! ¡Tenía cuatro focos! ¡Cuatro! Y cinturones de seguridad aunque no eran obligatorios... y seis números en el acumulador de distancia recorrida presagiando que podrían llegarse a hacer sobre él, al menos, 100.000 kilómetros. ¡Qué barbaridad! ¡Ah! Y marcaba hasta 160 Km/hr, aunque no pasara de 130, pero de eso no hablaba ningún propietario.

Ya me había olvidado del Seiscientos, y traicioneramente disfrutaba, presumía y fardaba del R-8... Pero aquella tarde lo volví a ver. Estaba limpio y sonaba bien, parecía que le cuidaban con cariño, pero yo sabía que dormía en la calle... Me miraba triste... Él, sólo tenía dos ojos...